Una propuesta para el cambio
Sería imperdonable no enfatizar que quienes integren el GTN, empezando por su Junta, deben poseer en alto grado ciertas virtudes personales, imprescindibles para emprender exitosamente la ardua tarea que se habrían impuesto.
- octubre 28, 2019
- 03:22 AM
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Sería imperdonable no enfatizar que quienes integren el GTN, empezando por su Junta, deben poseer en alto grado ciertas virtudes personales, imprescindibles para emprender exitosamente la ardua tarea que se habrían impuesto.
Hace algo más de una semana, San José, Costa Rica, dio cálida acogida a un evento que, curiosamente, ha sido casi ignorado por los medios de comunicación nacional. Me estoy refiriendo al lanzamiento de una importante propuesta política que, tras largos meses de deliberaciones, realizó un grupo de organizaciones y personalidades mayoritariamente en el exilio.
Dicha propuesta, cuyos autores acertadamente denominaron “Propuesta para el cambio”, plantea la ejecución de una serie de acciones para que Nicaragua, por primera vez en su historia, conozca la auténtica democracia.
En términos generales, la propuesta sostiene que es preciso instalar un Gobierno de Transición Nacional (GTN), el cual, en una primera etapa, jugaría un papel crucial en el marco de la lucha para expulsar del poder, no simplemente de la Presidencia, al orteguismo. El GTN estaría dirigido por una Junta de Transición Nacional (JTN), integrada por siete miembros representativos de, y seleccionados por, siete sectores sociales del país (estudiantes, campesinos, autoconvocados, profesionales, empresarios, exiliados y sociedad civil).
Una vez se arrojara del poder al orteguismo, esa primera etapa concluiría, e inmediatamente el GTN convocaría a elecciones generales, las cuales se celebrarían en el plazo máximo de un año; y los vencedores en esas elecciones asumirían sus responsabilidades sesenta días después. La organización de los siervos de Ortega sería proscrita, y los miembros de la Junta no podrían ser candidatos.
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Durante sus doce meses –máximo- en funciones, la Junta gobernaría apoyándose en decretos y en la Constitución de 1995, reestructuraría las instituciones del Estado y las sanearía removiendo a quienes, desde posiciones decisorias, han venido delinquiendo para sostener a la dictadura o, peor aún, participando directamente en la represión; ello sin perjuicio de que enfrenten la justicia aquellos que deban enfrentarla.
Nada absolutamente tendrían que temer quienes no caigan en las dos categorías mencionadas. La ley de la infamia, la 840, sería derogada, al igual que la de autoamnistía, y, finalmente, la Asamblea que emanaría de esas elecciones tendría facultades de Constituyente.
Hecha esta sintética exposición, deseo añadir algunas reflexiones personales. Es obvio que, cualquiera sea la ruta que se siga para presuntamente instalar la democracia, en algún punto intermedio tendrá que haber elecciones. Y que tan solo existen dos alternativas: se celebran esas elecciones con Ortega en el poder, o fuera de él. En el primero de los casos sería inevitable que la mara orteguista participara en estas, con lo que, para empezar, los candidatos de la oposición genuina tendrían que someterse a la ignominia, a soportar esa afrenta a su dignidad que supone el estar compitiendo por cargos públicos con individuos responsables de toda suerte de delitos. Como si fueran de la misma calaña.
Luego, Ortega sabe que, en una elección limpia, muy afortunado sería si obtiene el 20% de los votos. En consecuencia, difícilmente se puede esperar que, estando en el poder, propicie un proceso transparente en el cual de seguro perdería la Presidencia, mucho de ese poder, y quien sabe si hasta la impunidad. Aunque, lamentablemente, conservara un reducido número de diputados. Por tanto, fiel a su costumbre de embaucar, y para consumo principalmente de la comunidad internacional, creo que ordenaría a su “Asamblea” efectuar algunas reformas cosméticas a la ley electoral.
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Pero no concibo que le ordene aceptar la “renuncia”, de aquellos miembros de su séquito que le manejan los organismos conocidos como “Consejo Supremo Electoral” y “Corte Suprema de Justicia”; y que además permita y facilite que el control de esos poderes del Estado pase a manos de individuos nada confiables. Cualquier cambio sería para no cambiar, el gatopardo.
La siguiente decisión que un Ortega en el poder tendría que tomar sería la de escoger entre dos opciones: o resuelve “ganar” las elecciones y arrostrar las consecuencias de un monumental fraude, con lo que volveríamos al punto de partida, o busca como hacer “arreglos”. El más probable: “sacrificar” a su candidato presidencial -¿él mismo?- a cambio de algunos diputados “extras”, que luego –confiaría- se reproducirían, ellos conocen esos trucos. La gran pregunta: ¿lograría concretar acuerdos de ese tipo?
Estoy convencido de que al menos intentaría hacerlo, y que lo anterior sería su salida predilecta. Si la consiguiera quedarían automáticamente lavadas las enormes riquezas de que se ha apoderado, y preservado su control sobre paramilitares, Policía, mandos militares y altos funcionarios del Estado. Y de esa sosegada manera, la amarga experiencia lo demuestra, un burdo, pero mercadeable remedo de democracia prontamente se instalaría, con un más o menos oculto Ortega tirando de los hilos. Y esperando el momento de sacar de nuevo la cara. Si no lo logra, se vería obligado, muy a su pesar, a “ganar” las elecciones.
En la segunda alternativa de lucha, la Propuesta para el cambio, las elecciones se efectuarían con el orteguismo proscrito, y a ellas esencialmente concurrirían, en alianzas o individualmente, aquellas organizaciones que de una u otra manera han venido luchando contra la despiadada mara, en una hermosa demostración y afianzamiento del pluralismo político. Presidente y diputados provendrían de esas organizaciones, aunque un puñado de zancudos acaso podría colarse…
He dejado para el final, destacar que este proyecto descansa en la confianza, por no decir seguridad, de que las irreprimibles ansias de justicia y libertad de la inmensa mayoría de los nicaragüenses, vigores dispersos que habría que unir; las crecientes presiones de la comunidad internacional; y el carácter orgánico y representativo del GTN, articulados en una estrategia correctamente concebida, pondrían de rodillas a una banda cada vez más desesperada y enloquecida. Lo demás vendría por añadidura.
Y una cosa más: sería imperdonable no enfatizar que quienes integren el GTN, empezando por su Junta, deben poseer en alto grado ciertas virtudes personales, imprescindibles para emprender exitosamente la ardua tarea que se habrían impuesto: principios, dignidad, coraje... y espíritu de sacrificio. No creo que estemos huérfanos de ciudadanos que reúnan esos dones, para que la Nicaragua democrática deje de ser una ilusión.
Nota: El presente artículo es responsabilidad exclusiva de su autor. La sección Voces es una contribución al debate público sobre temas que nos afectan como sociedad. Lo planteado en el contenido no representa la visión de Despacho 505 o la de su línea editorial.