El 19 de julio que Daniel Ortega le declaró la guerra a la Iglesia en Nicaragua

Un día como hoy hace seis años, mientras los cuerpos de dos ciudadanos asesinados en Masaya aún estaban tibios Ortega anunció en plaza pública que no dejaría el poder y puso a la Iglesia en la mirilla represora. Comenzaron cercos a los templos, los secuestros de religiosos, las profanaciones, la quema de imágenes, los encarcelamientos y destierros de hombres y mujeres de fe.

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Daniel Ortega, el dictador de Nicaragua. Ilustración D505
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Despacho 505
  • Managua, Nicaragua
  • julio 19, 2024
  • 09:20 AM

El 19 de julio de 2018, Daniel Ortega le declaró la guerra a la Iglesia católica. Era el 39 aniversario de la Revolución Sandinista y había liquidado a plomo las protestas ciudadanas que lo habían hecho tambalear dos meses antes. Entonces, respondió en público a los obispos de la Conferencia Episcopal de Nicaragua, lo que ellos esperaban les comunicara en privado: decidió que no habría elecciones adelantadas y que se quedaba en el poder, sin importar el costo. 

El mismo dictador al que se vio arrinconado por un país alzado en su contra recurrió a los religiosos para que mediaran en una crisis política en la que la principal exigencia era su salida del poder. Los sacerdotes y todas las voces influyentes en el país coincidieron en que adelantar los comicios era el camino para apaciguar la ira popular atizada por al menos 127 asesinatos ocurridos en las primeras semanas de protestas. 

En junio, dos meses después del inicio de la llamada Rebelión de Abril, Ortega se reunió con la jerarquía católica. Los obispos tenían claro que el consejo podría evitar más daño al país, detendría las muertes y pondría a la nación a salvo. Pero Ortega, entonces con 11 años en el poder desde su retorno en 2007, no solo no los escuchó y armó a paramilitares para responder al alzamiento cívico, también colocó a la Iglesia católica en la mirilla represora. 

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El 19 de julio de hace seis años, un mes después del encuentro con los religiosos en la Casa Presidencial que el orteguismo rebautizó como Casa de los Pueblos, el veterano dictador vestido de camisa blanca, jeans de color negro y gorra parecida a la de su policía se reunió con sus masas y pronunció un discurso airado contra los obispos que a ratos matizó con lamentos porque aseguraba, que él nunca ha dejado de ser católico. Aun así les llamó “golpistas”, “almacenadores” de armas y enemigos a los que debía exterminar.   

Lo hizo en acto público frente a sus seguidores, citados a celebrar el aniversario del fin de la dictadura de los Somoza, en la que antes fue la plaza “Juan Pablo II” en Managua. En su discurso, que replicó en cadena de radio y televisión, acusó a los religiosos de ser cómplices de las muertes que irónicamente él mismo ordenó para desmontar la rebelión cívica. Lo que vendría después no se compararía con las veces que el sandinismo atacó a la Iglesia, ni siquiera en tiempos en los que Ortega vestía de militar, usaba botas y se colgaba un arma en la cintura.

Seis años de perseguir la fe

Después de aquel discurso, Ortega atacó desde todos los ángulos a la Iglesia católica. Se fue de las amenazas a los golpes contra sacerdotes utilizando turbas, secuestrándolos con policías y parapolicías, enjuiciándolos por delitos inventados, encerrándolos en prisión y expulsando a otros para robarse sus bienes. Además, el dictador ordenó asaltos a los templos católicos, la quema de imágenes y llevó al límite las relaciones con la Santa Sede al expulsar al representante del Papa, en nuncio Waldemar Stanilaw Sommertag a quien invitó a aquel 19 y al que obligó “a tragarse” cada ofensa. Más tarde Ortega, acusaría al mismo sumo Pontífice de ser el líder de una mafia.

A Israel González Espinoza, periodista especialista en temas religiosos, le es difícil resumir estos seis años de represión contra el clero nicaragüense. “Puedo asegurar que el balance es profundamente nefasto para Nicaragua”, dice a DESPACHO 505.  Asegura que es gracias a esa guerra de la dictadura contra los religiosos que el país encabeza ahora “listas negras” de países con pésima calificación en cuanto a libertad religiosa. 

“En este país como en ningún otro en la región y en Latinoamérica es donde más se agrede la fe de los cristianos”, señala González Espinoza. Citó el último informe de Ayuda a la Iglesia Necesitada, que indica que Nicaragua, “tiene niveles parecidos a los países más oprobios para los creyentes como Corea del Norte y Afganistán”, critica.

El especialista añade que la persecución del régimen Ortega-Murillo “ha venido creciendo y mutando a través de diversas formas”. “Primero fue un discurso que estigmatizaba, como lo de aquel 19 de julio de hace seis años y otros que le siguieron, luego llegó a las agresiones físicas, agresiones a templos católicos y con el paso del tiempo implementó con la cárcel”, rememora.

El experto no exagera. Ortega y Murillo, un matrimonio septuagenario, se llevará a la tumba el hecho de ser los primeros gobernantes en la historia de Nicaragua en encarcelar a un obispo y condenarlo a 26 años de prisión. A ese récord, hay que agregarle que secuestró a al menos 14 sacerdotes, los mantuvo en desaparición forzosa, a algunos los enjuició a puertas cerradas y los condenó, y solo los sacó de sus calabozos hasta que pudo desterrarlos.  

“El Estado y las armas contra la oración”

La investigadora Martha Molina, una abogada especialista en temas de transparencia y corrupción estatal, ha llevado un inventario anual de esta guerra contra la fe desde que Ortega la declaró hace seis años. Hasta octubre del año pasado y desde el 2018, la investigadora documentó 529 ataques.

La mayoría de las agresiones han sido profanaciones y asaltos a templos de parte de fanáticos del régimen y que se extendieron a secuestros de sacerdotes ejecutados en sus mismas parroquias o al salir de ellas,  toma de medios de comunicación religiosos y confiscaciones de sus bienes y así como de los bienes de sus oenegés que operaban como una extensión del servicio a la comunidad de la Iglesia. 

“Han sido ataques que se han intensificado, completamente injustificados y que viola todos los derechos de la libertad religiosa que debe haber en el país, según las leyes”, asegura la investigadora a DESPACHO 505. “La dictadura –agregó-- ha cerrado la mayoría de los espacios para expresar la fe en una guerra de una vía porque la dictadura ataca con todo el poder punitivo del Estado y el poder de las armas y la iglesia en cambio, resiste con la fuerza de la oración”.

En una cruzada que el mundo ha seguido con perplejidad, el régimen Ortega-Murillo no ha conocido los límites. En 2019 por ejemplo, meses después de aquel 19 de julio, el obispo auxiliar de la Arquidiócesis de Managua, monseñor Silvio Báez, denunció que fue alertado de un plan para asesinarlo. Junto al obispo Rolando Álvarez, la voz de Báez cuestionó la represión, lo hizo de frente y sin tibiezas.  

Báez se vio obligado a dejar el país por órdenes del Papa Francisco que quiso ponerlo a salvo. Ese mismo año, el régimen comenzó “las cercas” a los templos y los asedios y los exilios forzados de los religiosos se convirtieron en algo tan frecuente como las misas de los domingos. “En esta guerra, quienes más han perdido han sido los laicos, la gente, que ha perdido a sus guías espirituales, la gente que antes se beneficiaba con las obras y proyectos sociales de las parroquias”, dice Molina. 

“La quema de la fe” 

Los que conocen la historia de la convulsa Nicaragua, no recuerdan que Somoza haya mandado a quemar un templo ni a hacer arder sus imágenes, como lo hizo Ortega y Murillo con la centenaria y venerada imagen de la Sangre Cristo, cuya responsabilidad fue enmascarada en una disparatada versión policial basada en una “teoría de gases revueltos y calor”.  

El 31 de julio de 2020, dos años y 12 días exactos de aquella declaración de guerra, un fanático orteguista incendió la capilla de la Sangre de Cristo en la Catedral de Managua y calcinó la venerada imagen, una reliquia con 382 años de historia y a la que decenas de católicos atribuyen poder milagroso. Aquella es una herida que no cicatriza y que sangra cuando se recuerda. “Es que es un daño del que el país tardará décadas en recuperarse”, explica Molina. 

Para Israel González Espinoza, el régimen no ha hecho ninguna distinción entre perseguir a un religioso o a un político opositor. “Ha sido tan desalmado que los ha tratado con la misma crueldad”, acusa. “Expulsa, destierra y quita nacionalidad. Les hace un daño grave porque ellos tienen familia, tienen a sus fieles y claro su misión pastoral”, añade. 

Para el especialista, el país vive un panorama desolador en materia del ejercicio de la fe. “No hay libertad religiosa en Nicaragua”, expresa. “Ahora y como nunca, nadie puede en el país vivir plenamente su fe, las procesiones están prohibidas, no está permitido una expresión pública manifiesta de la fe en las calles del país y los sacerdotes y obispos que allá quedan, están asediados”, denunció. 

La represión de Ortega y de Murillo ha alcanzado también a las iglesias evangélicas. A finales del año pasado, la organización defensora de derechos humanos Nicaragua Nunca Más denunció que al menos 256 oenegés ligadas a esa denominación religiosa fueron cerradas por el régimen y en la actualidad, 11 pastores se encuentran presos, acusados de cometer delitos comunes.

“Hay un nivel no comprendido de odio contra la fe, lo que no lo habíamos visto en Nicaragua en muchísimo tiempo”, dice el especialista. 

-¿Quién gana esta guerra?, pregunta DESPACHO 505

“No hay ganadores, solo perdedores”, responde la investigadora Martha Molina

González Espinoza opina que más que un asunto de ganar o perder, el problema es “el daño irreversible en materia de fe” para los creyentes en Nicaragua. “Es muy grave”, reitera.    

El especialista no ve todo perdido. “La Iglesia ha resistido dos mil años”, dice. “Ha visto pasar el féretro de sus enemigos y rezado por ellos. Seguro lo hará de nuevo”, vaticina.          

 

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