“Ni nos callamos, ni nos rendimos”, dicen las Madres de Abril

Viven con el corazón y el alma rota, esperando con paciente impaciencia ver a los asesinos de sus hijo tras las rejas. “Habrá justicia”, dicen con certeza. “Ni callamos, ni nos rendimos”, agregan con ira y llanto.

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Despacho 505
  • Managua, Nicaragua
  • mayo 30, 2024
  • 07:50 AM

Doña Josefa Meza tiene 61 años y desde el año pasado debería vivir de una pensión bien ganada tras más de 30 años de trabajo en Administración de Empresas y Contabilidad en Nicaragua, pero en cambio, lucha por sobrevivir lejos de su país, haciendo trabajos temporales que nada tienen que ver con oficina.

Para ella, hoy este es el peor día en los calendarios en los últimos seis años. “El 30 de mayo para mí no existe”, dice a DESPACHO 505. Le sobran razones. Un día como éste, en el que el país celebra el Día de las Madres, le mataron a su hijo Jonathan Morazán Meza. Y en vez de recibir justicia por aquel crimen --que no fue el único en el país en esa fecha-- los responsables la obligaron a abandonar su casa por la fuerza y desde entonces carga su dolor y el luto, junto a las maletas que se llevó al exilio.

“No ha sido fácil todo esto”, comenta. La mujer habla pausado y su voz se quiebra a ratos, pese a que dice que siempre se promete a sí misma ser fuerte e intentar contar su tragedia sin lágrimas. Pero otra vez no puede. “Lo siento, vivo con el corazón y el alma rota”, admite. Nadie puede culparla. El 30 de mayo de 2017, fue el último día de las madres que el país entero recordará sin amargura.

A 7.857 kilómetros de distancia, todo un mar entre ellas y poco más de seis horas de diferencia, otra madre amanece sin querer hablar de esta fecha; Sara Amelia López. “Ese día perdí una parte de mi”, señala. A su hijo, Cruz Alberto Obregón López, lo mataron también el 30 de mayo en Estelí. La bala que le quitó la vida y despedazó el corazón de su madre, las dispararon gatilleros al servicio del mismo responsable de la muerte de Jonathan. El que dio la orden son los mismos que se han atornillado a un poder que ejercen por la fuerza durante los últimos 17 años y sobre 355 cadáveres de inocentes.

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Lejos de los brazos represores de los verdugos de sus hijos, López y Meza aseguran que a ellas las une algo más que el dolor de haberlos perdidos aquel día.  “Yo exigiré justicia hasta que deje de respirar”, dice la primera. “En este reclamo de que los culpables paguen no hay tregua, no hay fracaso, no hay perdón ni olvido, estamos firmes, queremos justicia”, añade por su lado Meza. Ambas demandan lo mismo que decenas de madres en el país; que ningún asesinato siga impune.      

De un día rosa a rojo sangre

Es posible que los nicaragüenses creyeran que Daniel Ortega y Rosario Murillo, aparecidos en la historia del país como guerrillero el primero y poeta rebelde de izquierda la segunda, volverían en sus pasos para rectificar sus errores y salir del poder acatando la demanda de un pueblo que con el sandinismo al que ellos mismo pertenecían, aprendieron a exigir libertad y derechos individuales. Pero no. 

La pareja disolvió hasta la última línea ideológica de aquella organización política y la sustituyó por intereses personales y familiares; se adueñó del país y viven con la idea de que no solo deben morir en el poder, sino que hasta creen que tienen el derecho de heredarlo a sus hijos imitando a la dictadura contra la que una vez dijeron luchar y que con ayuda de la gente echaron a punta de balas en julio de 1979. Ahora ellos y el Frente Sandinista, son la dictadura.

La gente que estaba en las calles desde hacía un mes antes, en abril y que ese 30 de mayo también marcharon, se lo reclamaron a todo pulmón y le exigían además justicia por los muertos que hasta ese momento eran al menos 76, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos CIDH. Pero ni Ortega, ni Murillo, ni sus seguidores escucharon a las madres, ni a los hijos que se unieron a ellas en la manifestación.  El dictador y su mujer, ordenaron aumentarles el luto y les lanzaron gatilleros con armas de grueso calibre. 

Antes de ese 30 de mayo, cuatro grandes marchas habían recorrido la capital, con todas y sus réplicas en todo el país. Dos de ellas se organizaron en abril y dos en mayo, pero ninguna alcanzó los niveles trágicos de ese miércoles. Fue una masacre. Los chavalos que se contaron entre los muertos, ocho de ellos en Managua, recibieron balas en puntos certeros de su humanidad que a la mayoría les arrebató la vida de forma casi instantánea.

A Francisco Javier Reyes Zapata por ejemplo, la bala que recibió le perforó la parte trasera del cráneo y le salió por el ojo derecho, según el informe que sobre su muerte elaboró el Grupo Independiente de Expertos Internacionales, GIEI, de la CIDH. “Me arrebataron el alma y ensangrentaron un día sagrado”, rememoró Guillermina Zapata, su madre.

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Otras balas impactaron en el tórax de Orlando Daniel Aguirre Córdoba. Tenía tan solo 15 años. Tras el disparo, llegó con vida al hospital “Fernando Vélez Paiz” en Managua, dónde no pudo con las heridas y murió algunos minutos después. Su madre Yadira Córdoba, miró las imágenes horribles de aquella matanza por televisión, pero no imaginó que entre los muertos, se contaría a su hijo. 

“Este es un día de recuerdos dolorosos”, dijo doña Yadira en una entrevista pasada. Ella también amanece hoy en el exilio a dónde igual que doña Josefa y Sara Amelia, más otras docenas de madres, fueron forzadas por la crueldad sin límites de los Ortega-Murillo.

“Ni nos callamos, ni nos rendimos”, dicen las madres  

Doña Francisca Machado señala que este mes es para ella asfixiante. Sufrió la muerte de su hijo Franco Valdivia Machado, que a sus 24 años fue alcanzado por una bala del régimen. Su pérdida fue en abril de 2018, un mes antes de aquella masacre y una de las víctimas, por las que las madres y miles de nicaragüenses marcharon aquel 30 de mayo de hace seis años. Machado ha llevado sobre sus hombros el clamor de madres como ella, dirigiendo con valentía la Asociación Madres de Abril, AMA.

“Mayo es para nosotras solidaridad, mucho dolor y luto”, dice. Asegura que no son solo las madres sufriendo. “Es el dolor de todo un pueblo y es un dolor que nos mantiene en pie, en resistencia para continuar en la búsqueda de verdad y justicia”, señala. “Las madres no se callan, no se rinden”, agrega a plomo. “La mitad de nuestras vidas es vivir, la otra mitad es esperar justicia, es exigir justicia”, le agrega por su lado doña Sara Amelia López. 

Meza, en su caso, dice estar más que convencida que ninguna madre ha renunciado a vivir para ver a los responsables de los crímenes pagar por los asesinatos. “Solo el hecho de sobrevivir entre tanta dificultad y poder decir esto que decimos, te deja claro que la lucha sigue, la demanda de justicia está tan firme como el día que nos quitaron a nuestros hijos”, asegura. 

En Nicaragua el aire que se respira hoy es denso. Se vive con sentimientos encontrados y las músicas que recuerdan que “madres solo hay una” suenan más tristes desde el 2018. “Aquí nadie olvida lo que pasó”, dice un comerciante de ropa del Iván Montenegro. “Aquello fue horrible, sin nombre, al menos ese día debió respetarse”, critica. 

A 17 kilómetros de su tramo, otra madre dice que la espera de justicia “la mantiene viva”.  “La habrá (justicia), es asunto de tiempo”, sentencia, al agregar que se ha negado al exilio pese a que la han asediado. “Esta es mi casa, este es mi país, la tierra dónde están los restos de mi hijo asesinado. Prefiero la cárcel y mientras viva, espero justicia”, dice a DESPACHO 505 entre el dolor y la ira.

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Aseguró que hace un par de días fue a enflorar la tumba de su hijo para evitarse a los represores, que no les han permitido vivir su luto en paz. Explicó, que de su hijo asesinado por la dictadura, aprendió que “es mejor ser inteligente que fuerte”. “Él tenía una carrera, tenía un futuro y lo empeñó por sueños de libertad, no voy a renunciar, es por él”, dijo. 

El luto que no han podido vivir paz

La crueldad de Ortega y Murillo ha sido tal que ni siquiera les ha permitido estos seis años vivir su luto en paz. Muchas encontraron en la solidaridad entre ellas, una forma de hacerlo. Nadie olvida la imagen de Machado cuando caminaba hombro a hombro con otra madre delante de una ataúd en la ciudad de Estelí. Ambas iban desconsoladas. 

En la caja de madera cobijada con la bandera de Nicaragua iban los restos de su hijo Franco. La mujer a la par era Socorro Corrales que días antes había vivido la misma tragedia e hizo el mismo recorrido hacia el cementerio de la ciudad norteña. A ella le tocó enterrar a su hijo Orlando Pérez Corrales, un año menor que el hijo de doña Francisca.

Pérez Corrales recibió dos disparos en el tórax que le provocaron la muerte poco después. Era el 20 de abril.  La autopsia realizada el 30 de mayo y supervisada por un médico forense privado, señaló que los dos disparos fueron hechos desde un arma de grueso calibre, con precisión, desde una altura privilegiada. Por el lugar donde fue asesinado, que fue el parque central de Estelí, a la madre no le quedó dudas que le disparó un francotirador desde un edificio estatal. 

Doña Sara Amelia, por su lado, comparte también que a ella nunca le fue posible vivir su luto. “Nunca fue sencillo ni llevarle flores a su tumba”, expresa. Los represores no dejaron de asediar a estas madres para contenerlas, intimidarlas para que cesaran el reclamo de justicia. “Pero no lo han logrado, ni lo lograrán”, dice la madre muy convencida. 

Explicó que en AMA aprendieron “a sobarse las heridas”. “Yo hablo con muchas madres, nos mantenemos en contacto porque la lucha sigue hasta ver caer a los culpables”, señala López. “No debe haber dudas que la lucha no termina hasta que haya justicia”, dice doña Josefa. 

El doble drama: impunidad y exilio

Aquel 30 de mayo de hace seis años, las madres de abril convocaron a su marcha las 2:00 de la tarde. La cita fue en la Rotonda Jean Paul Genie. De allá saldrían hacia la Avenida Universitaria y habían anunciado que cuando estuvieran frente a la Universidad Centroamericana, UCA, el Alma Mater ahora robada por el régimen y renombrada como “Casimiro Sotelo”, los asistentes leerían un manifiesto en apoyo a sus pérdidas.

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Pero ellas no alcanzaron a oír el manifiesto, aunque sí las balas, algunas disparadas desde el Estadio Nacional, razón por la que Dennis Martínez, el ex BigLaguer más grade que ha tenido el país  renegó que el coloso llevara su nombre. 

A la hora de la convocatoria, en otro punto de la ciudad, en la Avenida Bolivar, los simpatizantes de Ortega y Murillo se citaron para lo que llamaron una cantata a la madre. Hasta allá llegó Ortega para decir que no se iría “porque Nicaragua nos pertenece a todos”. Lo que nadie imaginó, es que cuando dijo “a todos” se refería a él y su familia, y un plan macabro estaba en marcha para reafirmarlo con letras de sangre. 

A las 4:29 minutos de ese día, el río interminable de gente que acompañaba a las madres ocupaba la avenida universitaria, llenaba la rotonda Metrocentro y doblaba hacia la carretera a Masaya. Eran tantos que los últimos, estaban cerca del punto donde comenzó; en la rotonda Jean Paul Genie y ya no podían avanzar más.  Para que los de atrás siguieran, muchos doblaron hacia la Universidad de Ingeniería, UNI, cuando repentinamente comenzó la lluvia de balas. 

Una de las primeras impactó a Orlando Daniel Aguirre Córdoba en el tórax. No habían pasado ni diez minutos, cuando otra bala hizo que otro manifestante, Maycol Cipriano González Hernández, se desplomara entre la muchedumbre. Los manifestantes caían por todos lados. Fue una crueldad, porque mujeres, jóvenes hombres y niños no tenían donde poder protegerse. Era un montón de gente a cielo abierto y a merced de una lluvia de disparos mortales. “Aquellas imágenes son terribles”, recuerda doña Sara Amelia. 

La masacre replicó su tono de salvajismo en todo el país. En Managua los asesinados fueron ocho en total, siete fueron asesinados bajo el mismo patrón de ataques en Estelí, tres en Chinandega y uno en Masaya: 19 muertos en total que se sumaron a los 76 que ya acumulaba la represión de los Ortega-Murillo y cuyos números, no se detendrían hasta llegar a los 355 documentados por el GIEI con las matanzas que al mes siguiente, se llegaron a  conocer como “operación limpieza”. 

Ni a Sara López, ni a doña Josefa, ni a ninguna integrante de AMA les cabe duda que muchas de ellas han vivido un doble drama. Muchas, viven reprimidas en sus casas y otra buena parte, la que se fue a exilio forzado, padecen el desarraigo, la lejanía del resto de sus familias y las dificultades para sobrevivir en tierras lejanas.

Doña Josefa por ejemplo ha entrado a una edad de retiro, pero debe seguir perfeccionado un nuevo idioma y trabajar lejos de casa. Sara Amelia, no ha tenido un solo día descanso desde que se fue al exilio, igual que doña Yadira y doña Socorro Corrales. 

“Ahora vivimos para dos cosas”, dice López, “volver a casa y ver tras las rejas a los asesinos de nuestros hijos”.

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