Pagar 300 euros por una cama compartida, el drama de nicaragüenses trabajadoras del hogar en España

Mujeres migrantes, muchas en situación irregular, pagan hasta 350 € por una cama compartida en España. Historias de explotación, precariedad y redes de apoyo frente a una crisis de vivienda que las invisibiliza.

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Despacho 505
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  • Madrid, España
  • abril 10, 2025
  • 06:39 AM

Desde que cruza el pesado portón de hierro forjado de la casa donde limpia, cocina, lava y atiende a una familia de cuatro, en un exclusivo vecindario de Alameda de Osuna del distrito de Barajas, en la periferia de Madrid, Argentina comienza a contar cada minuto de las únicas 36 horas que cada semana tiene para ella. Entre caminatas, dos trasbordos de autobús y un viaje en metro, llega a un edificio de ladrillo sin recubrir en Arganda del Rey, al sur de la ciudad, a 32 kilómetros, donde por 200 euros al mes (unos 218 dólares) se “rota” la cama de una habitación que comparte con otra nicaragüense.

Al piso de tres habitaciones —todas alquiladas en modalidad compartida por trabajadoras domésticas— Argentina, de 41 años, llega cuatro veces al mes y su compañera dos. “Cuando ella libra (descansa), yo le dejo la camita y me acomodo en un sofá. Es el trato que hicimos para ayudarnos, porque con lo que uno cobra no se puede dar el lujo de pagar una habitación entera. Al final, es solo un día (a la semana) lo que uno ocupa, y hay lugares donde te quitan hasta 350 euros (381 dólares), nosotras pagamos eso en total”, explica.

Desde que llegó a España, en julio de 2017, la mujer, originaria de Chontales, trabaja como empleada del hogar interna y, aunque solo descanse un día, debe pagar por un lugar donde dormir segura. “Es eso o la calle”, dice tajante. Su historia refleja la realidad de miles de mujeres nicaragüenses migrantes que se dedican a labores de cuidado en el país ibérico, muchas de ellas en situación irregular, lo que las expone a las condiciones abusivas de un sector del mercado de alquileres “solo para internas”.

Según la Encuesta de Población Activa del Instituto Nacional de Estadística de España, el régimen especial de trabajadoras del hogar registró 353.960 afiliadas, 62,3% de las 567.900 personas que, según la entidad, decían trabajar en ese sector. Las autoridades españolas hablan de fugas a otros sectores mejor remunerados, ya que el trabajo doméstico se ubica en el escalafón salarial más bajo establecido: 1,184 euros (1,290 dólares) por jornadas de 40 horas. No obstante, la estadística solo cuenta a quienes tienen acceso al mercado de trabajo formal. 

Ya en el mercado, muchas mujeres migrantes trabajan por salarios inferiores y jornadas sin control. Imara Largaespada, de 40 años, viajó en 2018 desde Managua hasta Málaga, en Andalucía, por un sueldo de 1,000 euros, sin saber que la renta de la habitación le costaría 480 euros. “Yo me dije entonces, ¿Qué hago? Trabajo solo para pagar el piso. ¿Qué hago para comer? ¿Qué hago para pagar la escolarización a mis hijos?”, recuerda. 

Al final, se mudó a un pueblo de Extremadura, donde los alquileres son más asequibles, pero las oportunidades laborales son escasas y los salarios, mucho más bajos. “Allá en Málaga me pagaban 10 euros la hora, y aquí apenas me dan cuatro”, lamenta.

La paraguaya Edith Espínola, presidenta de la organización Servicio Doméstico Activo (Sedoac), dice que las mujeres están sometidas a un círculo vicioso de explotación. Primero porque los salarios son precarios y segundo, porque no tienen un lugar digno donde descansar. La situación de las mujeres empeora en dependencia de su estatus migratorio, añade. 

“Cuando ya tienes un papel (residencia) y tienes un contrato, hay otro tema que es la precarización de tu salario que no te permite alquilar una habitación. En el caso de las que están en situación irregular se acentúa más, porque cuando estás indocumentada tienes que estar empadronada para demostrar que estás residiendo en el país”. 

Martha Lorena, otra nicaragüenses que labora en tareas domésticas, ya tiene residencia española, pero continúa pasando “penurias” para conseguir vivienda: la renta de un apartamento ronda los 1,000 euros en la zona donde vive, y una habitación no la encuentra por menos de 380 euros, más gastos de servicios básicos. 

Ella comparte un piso con tres personas para paliar los altos costos de la renta y de los servicios básicos. “La luz te viene de 90 y pico (euros), el agua a veces de 60 (euros). Eso lo tienes que sumar a lo del piso, o sea, el piso te sale casi por 1,250 o 1300 (euros)... te quedarías sin comer si alquilás para vivir sola”, calcula. A la presión económica, Martha Lorena añade el factor emocional, pues siempre está latente el temor por convivir con personas desconocidas. Es “complejo”, admite.

Víctimas invisibilizadas de la crisis de vivienda en España

Las mujeres migrantes que trabajan como internas en el sector de cuidados se han convertido en víctimas de la grave crisis de vivienda que atraviesa España, la cual está marcada por el elevado costo de los alquileres y las restricciones crediticias que limitan el acceso a compra. 

En ciudades como Madrid, Barcelona, Zaragoza y Bilbao -donde se concentra gran parte de la oferta laboral- el alquiler de un apartamento de dos habitaciones oscila entre 1,100 y 1,500 euros, en dependencia de la ubicación. Para acceder, se exige el pago de hasta dos mensualidades en concepto de fianza, contrato de trabajo indefinido y un salario que permita destinar, como máximo, el 40% de los ingresos al pago del alquiler. Son requerimientos inaccesibles para las migrantes trabajadoras del hogar y eso explica la creciente oferta de habitaciones “solo para internas” en portales inmobiliarios como Idealista. 

Las expertas consultadas por DESPACHO 505 coinciden que en que este sector, cuya labor es determinante para la economía de sus países como generadoras de remesas, es una de las poblaciones más vulnerables en este contexto. Además de la presión económica, enfrentan el racismo de empresas inmobiliarias y propietarias que se niegan a rentarles viviendas por el simple hecho de ser trabajadoras del hogar y latinoamericanas.

Tania Irías, coordinadora del Movimiento de Mujeres Migrantes de Extremadura, confirma que la mayoría de los españoles propietarios de inmuebles en alquiler “no se quieren arriesgar” a aceptar a mujeres migrantes que no tienen nómina y de quienes no tienen ninguna referencia. En estos casos, Irías destaca el apoyo de otras mujeres migrantes ya regularizadas que cuentan con espacios para alquiler.  

Según el Servicio Jesuita a Migrantes, en España se ha constatado una grave vulneración de los derechos fundamentales de las mujeres migrantes. “Bajo estas situaciones subyace una problemática social más profunda que se sustenta en subestimar el trabajo de hogar y cuidados, y en considerarlo como un rol exclusivo de mujeres”, dice el organismo.

Por otro lado, la organización española Provivienda plantea que varios estudios muestran que las mujeres tienden a encontrarse en las categorías de vivienda insegura o inadecuada, las cuales conforman la cara más oculta de la exclusión residencial, ya que se desarrollan dentro del ámbito privado.

En los últimos años, la crisis de vivienda ha acaparado la agenda de la política española, pero muy poco se habla sobre las exclusión y los abusos a los que se ven expuestas las trabajadoras del hogar. De ahí que Espínola insta a romper el círculo vicioso de la explotación. 

“Las comunidades migrantes debemos unirnos más, no solo por la nacionalidad. Deberíamos hacer un frente de unión porque las y los migrantes somos sujetos de derechos políticos”, enfatiza. Una de las luchas conquistadas de las trabajadoras del hogar en 2022 fue el derecho a un subsidio por desempleo, pues antes no gozaban de este beneficio pese a cotizar a la Seguridad Social. 

Ahora, según las defensoras, se debe luchar por tener espacios dignos donde vivir. No es posible, dice Espínola, que las trabajadoras del hogar sigan rentando espacios por menos de 24 horas a la semana donde les restringen, por ejemplo, el uso de la cocina. 

“Se ha normalizado que las trabajadoras lleguen de su trabajo a las 5 de la tarde y lleven su cena hecha o comer en la calle porque la propietaria (del apartamento) no les deja usar la cocina. Hay inconvenientes, uno de ellos es que no te dejan usar la cocina, tampoco podés recibir visitas a tu casa. En los anuncios que se pautan para mujeres internas, piden 300 y 400 euros por habitación”, reprocha Espínola, del Servicio Doméstico Activo.  

Las restricciones del uso del espacio por el que pagan, coindice Tania Irías es parte de las violencias que callan las trabajadoras migrantes. “Muchísimas mujeres aunque pagan una habitación se ven en la necesidad de andar en las calles durante sus días de descanso para no ocupar tanto tiempo la habitación y que quien le alquila no se enfade y no deje de de arrendarle”, comparte.

Compartir cama con una desconocida, sin papeles “es lo que hay” 

Tras dos años como interna en España, Ileana Acevedo, de 50 años, se ha cambiado dos veces de ciudad y ha vivido en tres pisos distintos. La experiencia -dice- le ha dejado las cosas claras: “Uno tiene que dormir con otra chica, aunque nunca antes la haya conocido. Hay muchas cosas resultan extrañas, pero es lo que hay. No podemos andar pidiendo tantos gustos”.  Ella pasó por eso. 

En Olvera, el pueblo entre las provincias de Sevilla y Málaga donde trabajó los primeros cinco meses, Iliana vivió en una habitación con dos camas, pero que compartían con tres. “Llegábamos dos y la número tres no llegaba. Era rotatorio”, relata. En busca de mejores oportunidades de empleo, se mudó a Zaragoza donde pasó cuatro meses durmiendo en un sofá. No había cama disponible para ella y tampoco tenía otro lugar al que ir. 

“La chica que me recibió me dijo que eso era lo único que había”, cuenta. Finalmente, pudo alquilar una cama pero al ser matrimonial debía compartirla con otra mujer. Cuando coincidían en los días libres, se veían obligadas a dormir juntas. Son cosas que se acuerdan, aclara.

“Para conseguir una habitación o un piso tenés que tener muchos papeles, te piden muchas cosas. En la actualidad, tampoco tengo piso. Solamente rento una habitación que cuesta 250 euros mensuales, donde de igual manera te piden documentos”, explica Ileana a quien le bastó aterrizar en España para saber que la realidad “no es color rosa como muchos creen”.

Ileana trabaja como cuidadora interna de un anciano. Su empleador le da dos horas libres por las tardes para que salga a “tomar aire”. Pese a que tiene garantizado un espacio donde trabaja, reconoce la necesidad de alquilar una habitación a la que pueda ir, al menos, una noche a la semana. 

“Siempre he pagado habitación porque de pronto los abuelitos se enferman o les pasa algo y en ese momento, ¿quién te va a abrir las puertas de su casa? Nadie. Aquí no hay familia, aquí no hay amigo, aquí no hay nada”, lamenta.

La Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) alerta que la población migrante y refugiada se ve gravemente afectada para acceder a una vivienda en España. “Enfrentan una serie de requisitos prácticamente imposibles de cumplir”, señala.

Entre las principales barreras, CEAR ha identificado falta de garantías económicas y laborales y discriminación. “En esta inmobiliaria no se alquila a extranjeros”, es una de las frases que, según usuarios de la organización, han escuchado al intentar acceder a una vivienda.

Sobre ese tema, Espínola ve la documentación y el trabajo que desempeñan como otra de las barreras que enfrentan las mujeres para acceder a una vivienda digna. “Anteriormente, cuando no se tenían contratos indefinidos, era mal visto el trabajo del hogar porque se consideraba un trabajo informal sujeto a múltiples despidos”, explica.

Paola es una nicaragüense de 35 años de edad radicada en Bilbao que al llegar a España en 2018 laboró cuidando a personas mayores. Ahora trabaja en redes de apoyo a migrantes nicaragüenses que son domésticas internas y lamenta que muchas de ellas sean víctimas de usureros que subarriendan habitaciones. 

“Por ejemplo, un piso de dos cuartos cuesta 700 dólares y que una habitación la tengan que compartir cuatro personas y pagar cada una 350 euros, eso es especulación. Es tratar de utilizar el problema de la vivienda que tenemos los migrantes en beneficio propio”, acusa Paola. Más que especulación, es un abuso que se repite en centenas de mujeres migrantes en España.

Hubo un tiempo en el que Paola, al ver la necesidad de sus compatriotas las acogía en la habitación que rentaba, pero enfrentó quejas de otros inquilinos que la acusaban de convertir el piso en “un albergue de nicaragüenses”.

Ante el problema de la vivienda -dice Paola- en Bilbao entre las migrantes han creado redes de apoyo y cuentan con “viviendas solidarias”, que son espacios compartidos donde pueden resguardar sus pertenencias. “Básicamente, las internas lo que necesitan es guardar sus cosas. Es mucha violencia la que se vive en las casas: te están requisando todo el tiempo”, asegura.

Según la activista, además de contar con un lugar seguro, alquilar es la única opción que tienen las migrantes en situación irregular en España para disponer de una vivienda donde puedan registrar su domicilio. Este registro es un requisito indispensable para acceder a servicios públicos como la salud y sirve como prueba del tiempo de residencia en el país, un elemento clave en el proceso de regularización migratoria.

En España, las mujeres internas que viven en las sombras pueden regularizar su situación amparándose en la figura de “arraigo social”, pero para ello necesitan demostrar que han permanecido en el país un mínimo de tres años. Por eso es importante que se empadronen, sin embargo muchas veces los arrendatarios se lo impiden.  

“Las mujeres que quieren acceder a su primera documentación tienen que estar empadronadas”, explica Espínola. Empadronarse significa registrarse como residente en el ayuntamiento de la ciudad o pueblo en el que van a residir de forma habitual. Es necesario para que las autoridades sepan exactamente dónde viven.

Claudia, una mujer de 26 años originaria de Chinandega, ha vivido el calvario de conseguir una habitación en Madrid. Tiene apenas ochos meses de haber llegado a este país y cuenta con un trabajo de interna por el que le pagan 1,000 euros. A falta de vivienda, pidió a su jefe que le permitiera regresar a dormir el día que descansa, a cambio de más trabajo. No accedió. No le ha quedado otra opción que rentar una habitación que comparte con tres mujeres latinoamericanas en Carabanchel, un barrio multicultural donde convergen múltiples nacionalidades, al sur de la capital española. 

“Tres mujeres pagamos 900 euros por una habitación que solo usamos los fines de semana, los sábados”, dice desde el interior de la modesta habitación en la que hay dos camas, una unipersonal y otra matrimonial. Se queja en voz baja por temor a que sus compañeras de apartamento informen a su arrendatario. “Es que acá no pueden entrar hombres, esa es una de las condiciones”, le cuenta al periodista que la visitó a inicios de febrero. No le permiten cocinar, ni lavar. Tampoco encender la calefacción para soportar las bajas temperaturas del invierno. “Realmente, pago para que me exploten por un espacio que no uso”, se queja.

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