Gritos de justicia
Algunos familiares y madres de los mártires de la represión de 2018 viven el duelo de abril desde el exilio, y otros bajo el asedio constante de la dictadura, pero aún así siguen exigiendo justicia. Estos son algunos testimonios.


- abril 17, 2020
- 07:00 PM
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En una esquina de un pequeño departamento en una ciudad de Estados Unidos, Socorro Corrales (55 años) improvisó un altar en honor a su hijo Orlando Pérez, asesinado el 20 de abril de 2018 por dos certeros disparos en el pecho y el mentón que lanzó un francotirador de la dictadura de Daniel Ortega desde la Alcaldía de Estelí, en los alrededores del Parque Central.
En ese espacio, que le hace sentir la presencia física del joven que este 2020 cumpliría 26 años, ha puesto por estos días flores blancas y amarillas. Es su altar y a falta de una tumba cercana es ahí donde desahoga los llantos desde que llegó a Estados Unidos. El régimen no sólo le mató a su hijo, sino que la obligó a huir y exiliarse en Norteamérica, a casi 3,000 kilómetros de donde yacen sus restos. Orlando Pérez es una de las más de 328 víctimas mortales de la Rebelión de abril.
Ella pasó dos meses detenida en cárceles de inmigración de una zona fronteriza en Estados Unidos. Antes pasó por Honduras, Guatemala y México.
“Abril es el mes de dolor. Llevo dos años de dolor, en este 2020 es como que estoy como crucificada, si estuviera en Nicaragua pudiera ir a su tumba, ponerle flores, llorar. Me quitaron el derecho de llorar”, lamenta.
Pese a todo, la represión a su familia y el exilio, Socorro pide a gritos justicia por su hijo.
Lo mismo ocurrió con Lizeth Dávila, que se encuentra en Europa. Ella no pudo estar con su familia el pasado 8 de abril para conmemorar en casa un año más del nacimiento de su primogénito Álvaro Conrado Dávila, tampoco estará cuando se cumpla el segundo aniversario de su asesinato, el próximo 20 de abril; la razón: ha quedado varada en Europa, donde participó —junto a Josefa Meza, madre de Jonathan Morazán, asesinado en la marcha del 30 de mayo del 2018 — en la 43 Sesión del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas.
“Como familia nos hemos dado cuenta que debemos exigir justicia, es un compromiso, le juramos a Álvaro que íbamos a luchar porque su asesinato y el de los otros jóvenes no quedara impune y es lo que hemos venido haciendo”, señala Lizeth, desde Bélgica, es una conversación telefónica a pocos días del 18 de abril.
La misión de estas madres en las diferentes actividades en Europa, donde representan a la Asociación Madre de Abril (AMA), es alzar la voz y reclamar justicia por los asesinatos y crímenes durante las protestas de abril. También por aquellos que asesinó la dictadura hasta septiembre de 2018.
Como todas las madres, Lizeth admite que estos dos años han sido de recuerdos, de llanto, de tristeza, de anhelo, pero a la vez han sido dos años de aprendizajes, de conocer de leyes, de derechos, de vías para seguir en la búsqueda de la justicia y de mucha lucha.
“Es una lucha en todos los aspectos, pero sobre todo en el tema personal, porque uno debe hacer lo del payasito, llorar por dentro y reír por fuera, porque tengo dos hijos más y si ellos me ven caer, ellos también caerán, entonces uno tiene que sabérsela jugar”, comparte.
Pese a que la demanda de justicia por Álvaro — asesinado por un francotirador cuando se presentó a la Catedral de Managua a dejar agua a los manifestantes, como una muestra de apoyo a las demandas que dieron inicio al estallido social en abril del 2018 — es una posición asumida como familia, Lizeth manifiesta que sus vidas cambiaron por completo.
Antes de la muerte de su hijo, era una mamá común, como muchas otras que trabajan por cuenta propia para cubrir las necesidades de sus hijos.
Pero, de un momento a otro todo acabó y se quedó en la calle, sin negocio y sin la posibilidad de hacer nada porque el régimen no le da tregua para alzar cabeza.
Recuerda que cuando fue a renovar los permisos del negocio, le dijeron que debía llevar un aval político del Frente Sandinista, el partido de Daniel Ortega. “Saben que no iré a buscar ningún aval de ellos porque es a quienes acuso de asesinar a mi hijo, y lo hacen para que uno deje de denunciar, obstaculizando los medios de subsistencia”, reprocha.
Tras contarse un número significativo de muertes, las madres de los jóvenes asesinados fundaron el Movimiento Madres de Abril, que luego pasó a convertirse en la Asociación Madres de Abril (AMA), que ahora aglutina a más de 100 familias y desde donde exigen justicia por sus hijos.
Socorro y Lizeth eran dos extrañas hasta abril. Las unió el dolor y fueron unas de las primeras integrantes de AMA. Desde ahí han elevado denuncias ante organizaciones nacionales e internacionales de derechos humanos para que algún día, más temprano que tarde, los responsables de los crímenes paguen.

TEMOR EN LA MISMA CASA
A dos años de los sucesos de abril, el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo no ha cesado en su represión y está dispuesto a todo para callar a quienes piden justicia.
Para este reportaje Despacho 505 habló con familiares de asesinados, pero algunos por miedo a represalias prefirieron no brindar detalles ni de sus nombres ni de lo que han vivido. Eso sí, claman justicia.
Algunos familiares temen que los lleven a la cárcel, pues sus demandas chocan con el discurso de “normalidad” que vende la dictadura. Otros cambian de domicilio constantemente.
Mientras en casa de la familia de Álvaro sus fotos en las paredes son un recuerdo constante de su vida, en otras casas como en la de Graciela Martínez, las fotografías de su hermano Juan Carlos López debieron ser ocultadas debido al asedio policial y acoso de fanáticos del régimen.
Juan Carlos López, era un joven sonriente, con muchos conocidos en Ciudad Sandino, donde habitaba; amaba los tatuajes, fabricó su propia pistola para tatuar. El día que fue asesinado no participaba en ninguna protesta, había terminado de conversar con un amigo e iba rumbo a una fritanga cuando desde una moto, supuestamente conducida por un policía en la cual iba otra persona disparando, llegó la bala que terminó con su vida.
Aunque los testigos aseguraron estos datos a su familia y los orificios de bala eran pruebas fehacientes de la causa de muerte, el informe entregado por el Instituto de Medicina Legal afirma que la causa de muerte es “natural” por paro cardio-respiratorio.
“En estos dos años no solo perdí a mi único hermano sino mi estabilidad, me he mudado tres veces de casa, no tengo empleo, vivo con miedo de que me reconozcan y haya de nuevo asedio. Tengo dos hijos, uno de ellos solo tiene cuatro meses, tuve un embarazo complicado porque me atreví a exigir justicia para mi hermano y no voy a dejar de pedirla, pero esa no sé cuándo llegará y solo somos mis hijos y yo, así que debo protegerme”, expresa Graciela, desde un lugar clandestino.
Tras el asesinato de Juan Carlos, Graciela se dirigió al Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (Cenidh), para que se iniciara un proceso que permitiera esclarecer quién fue el asesino de su hermano, gracias a las gestiones ante las instancias nacionales se logró que la Fiscalía General de la República enviará peritos a hacer un levantamiento de los hechos, fue lo único que logró, después las puertas se cerraron.
Luego vino el cierre y la sustracción de la personería jurídica al Cenidh por parte del Gobierno, aunque esta institución continúa operando en la medida de sus posibilidades y brindando acompañamiento a los familiares.
“Estamos en un Estado donde no hay justicia, no hay derechos, donde te hacen daño y te convertís en el enemigo si reclamás o exigís justicia, porque no hay voluntad por parte del Estado. Yo decidí apartarme de las organizaciones y tener un bajo perfil. Yo voy a exigir hasta que haya justicia para mi hermano, pero dar la cara, salir en los medios demandándola eso me hizo blanco de asedios y siento temor por mí y mis hijos”, manifiesta.
La diferencia de edad entre Graciela y su hermano era de dos años y medio, a pesar de eso él siempre fue su protector. De niños, él se interponía entre ella y su mamá para que no la castigaran, recuerda.
“Éramos muy cercanos, mi mamá se fue del país hace cuatro años, dos años antes que a él lo asesinaran, eso lo afectó mucho, pero iba a mi casa a verme diario, siempre que algo pasaba él estaba pendiente, y cuando nació mi hija mayor hasta le decían si él era el papá. Su muerte me quitó mi paz, vivo escondida debido a la injusticia y el fanatismo, esto debe cambiar”, destacó Graciela.

LA AMARGURA DEL EXILIO
Arelis Guevara, hermana de Edgar Guevara asesinado por tres disparos el 30 de mayo en la denominada “Madre de todas las marchas”, clama justicia. Su familia recibe amenazas, pero continúan firmes.
En una entrevista, como presidenta de la Asociación Madres de Abril, habló sobre lo que afrontan muchas mamás y familiares de las víctimas.
“Hay muchas familias que se han tenido que ir del país, exiliados, pero por falta de conocimiento, de dinero a veces no hacen las gestiones y están indocumentados en otros países, tenemos familiares de asesinados en Panamá, Costa Rica, Estados Unidos, algunos países de Europa; pero ellos no están bien, no tienen permisos de trabajo, seguros médicos y ahora está pandemia de Covid-19 los tiene en peores condiciones porque hay cuarentenas”, expone Arelis.
AMA no ha logrado determinar cuántos familiares se han ido y cuál su situación. “Conocemos los de algunas, porque cuando la gente se va lo hace sin decirle a nadie”.
“No es una decisión fácil decir ‘me voy a ir’ y sí se van es porque tienen miedo de que los echen presos, los asedien o cumplan las amenazas de muerte. Las personas que han decidido irse no se van en buenas condiciones y si les va mal prefieren regresar a vivir con miedo”, añade.
Los familiares que deciden quedarse en Nicaragua para afrontar a la dictadura, también lidian con la depresión y el deterioro de la salud. Es el caso de Francisca Machado, madre Franco Valdivia, asesinado en la ciudad de Estelí, el 20 de abril de 2018.
“El dolor es permanente a veces ni las pastillas me dan paz o permiten que descanse, con la muerte de mi hijo mayor perdí a mis dos hijos, porque mi hija debió dejar el país por las amenazas que surgieron a partir de la exigencia de justicia por el asesinato de Franco”, dice Francisca con la voz entrecortada por el llanto.
Franco, era estudiante de la carrera de Leyes, trabajaba en construcción porque era padre de una niña que hoy día ya cumplió seis años, era cantante de rap, componía sus canciones desde 2015, soñaba con grabarlas y justo en el mes de marzo de 2018 dijo en una entrevista a un medio local que “los jóvenes debían luchar por sus sueños”.
Hoy, el sueño de su mamá y hermana es el mismo que el de todos los familiares de los asesinados por la dictadura persiguen: que haya justicia.
“Para mí estos años significan mucho dolor, mucha tristeza, mucha impotencia de ver que las autoridades aquí nunca nos dieron respuestas sobre los asesinos de mi hijo y si va uno a preguntarles por el expediente, te dicen que en su expediente no hay nada, cuando ellos mismos saben quién asesinó a mi hijo, porque la Policía estaba ahí ese día, por eso yo continúo en resistencia para que un día se sepa la verdad y haya justicia para mi hijo. Me llena mucho de impotencia saber que los asesinos andan libres como si no hicieron nada”, recrimina Francisca.
Confiesa que en sus plegarias a Dios solo le pide salud y poder llegar a encontrar la verdad y justicia para Franco.

MORIR SIN JUSTICIA
A Socorro Corrales, la mamá de Orlando Pérez, también la embarga la impotencia. “No puedo morir sin que haya justicia”, dice al confiar que desea ejercer un rol más activo en la denuncia de los crímenes cometidos por la dictadura, y tener más incidencia en las denuncias internacionales, pero su condición de exiliada en Estados Unidos, con su hija y nieta, se lo impiden.
“Aquí mi papel ha sido reducido, no tengo nada, vine sin nada, aquí hay que trabajar duro. Es posible para otras madres en Nicaragua porque les ayudan, pero en Estados Unidos nadie nos ayuda. Yo quisiera tener la misma incidencia como en Nicaragua”, lamenta.
Socorro confía que la dictadura se irá pronto y cuando eso ocurra volverá y pedirá justicia. “No puedo morir sin que haya justicia, todas las noches lloro por mi hijo”, comenta en medio del llanto.
Mientras esa justicia en cientos de hogares viven de recuerdos y sueños de sus hijos, hermanos, padres, sobrinos asesinados por un régimen que quiere pasar la página y no rendir cuentas.
Algunas madres sueñan a sus hijos con vida, ya sea leyendo en su rincón favorito, cantando, montado en su moto, subido en su patineta, riendo a carcajadas mientras ve la televisión, discutiendo sobre equipos de fútbol, haciendo bromas, comiendo su platillo favorito, pero después de los sueños donde los ven y les hablan, despiertan a la realidad que los enfrenta a su ausencia, a las memorias de la forma en que fueron asesinados y a la necesidad de que sus muertes no queden impunes, para que llegue la paz.
Otras se desahogan con llantos desgarradores, algunas optan por refugiarse en el silencio, en rincones de sus casas donde han colocado modestos homenajes, como el creado por la mamá de Orlando Pérez, en Estados Unidos, que colocó cinco fotografías con las que viajó miles de kilómetros y que la acercan a su hijo: el póster con la imagen de su hijo que alzó en todas las marchas en Estelí; otra en la que sale con Orlando el día que visitaron la Reserva El Tisey, Estelí, en diciembre de 2017; y una más del joven en un congreso pastoral.
Hay imágenes religiosas y el pabellón azul y blanco invertido.
En otras casas la ropa de los asesinados sigue ordenada y la cama tendida, como esperando por aquel que un día salió y no regresó con vida.
Unas madres tratan de evadir el dolor pensando que están en otro país, que tienen una vida, que un día llamarán; otras escuchan el sonido de su voz en los mensajes que atesoran en los teléfonos móviles, pero saben que lo mejor llegará para ellas al dormir cuando los vean, les hablen y sean como si están vivos, porque lo están, porque son amados y el amor no se acaba con la muerte y su muerte será un capítulo cerrado cuando haya justicia.