La masacre del 30 de mayo: Las madres ahogan el dolor por sus hijos asesinados con gritos de justicia

Hace cinco años, 19 madres vivieron la pesadilla de recibir a hijos acribillados. “Nos destrozaron el alma y echaron sangre sobre un día sagrado”, recuerdan las madres de los asesinados.

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  • mayo 29, 2023
  • 08:20 PM

Ninguna olvida. No quieren y aunque quisieran, tampoco pueden. Los 1,825 días que han pasado no han podido borrarles dos momentos que para ellas son los más duros de sus vidas: cuando los vieron y oyeron por última vez y cuando les tocó reconocerlos horas después, ensangrentados, asesinados por balas que nunca debieron atravesarlos y robarles el alma.

Es 30 de mayo en Nicaragua. Una buena parte de la gente en el país celebra a las madres nicaragüenses, pero otra, llora con ellas. Hace cinco años, el régimen de Daniel Ortega tiñó este día de rojo sangre. Ordenó a policías y paramilitares disparar a matar a plena luz del día contra las marchas organizadas para apoyar a las madres que tras las manifestaciones de abril de ese 2018 habían perdido a sus hijos.

Los responsables son los mismos gatilleros que matarían después en junio, en julio y los meses siguientes con armas de precisión y grueso calibre, según investigaciones del Grupo Interdisciplinario de Especialistas Independientes (GIEI), de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).

Los grupos irregulares del régimen aumentaron la lista de muertes ese día y agregaron más nombres a la de madres con hijos asesinados. El GIEI documentó las muertes y presentó un informe devastador contra el régimen por esos y otros asesinatos, que según la CIDH, son al menos 355 desde el 2018. Otro informe, el más reciente presentado en marzo por el Grupo de Expertos en Derechos Humanos sobre Nicaragua de la ONU, señala que Daniel Ortega y Rosario Murillo cometieron crímenes de lesa humanidad.

CIDH-Nicaragua

LAS VÍCTIMAS, UNA FATAL IRONÍA

Ni a Ortega, ni a Murillo, padres de ocho hijos y abuelos de 23 nietos, les importó que ese fuese su regalo para las madres nicaragüenses. Les mataron a sus hijos y las obligaron a vestir de luto para siempre. “Nadie imaginó que a madres que fuimos a apoyar a otras madres que sufrían, nos sembrarían la misma pena”, dice Guillermina Zapata, madre de Francisco Javier Reyes Zapata.

A Francisco Javier, según el GIEI, un proyectil de alto calibre le perforó la parte trasera del cráneo y le salió por el ojo derecho. Murió cerca de la Avenida Universitaria en Managua y casi de forma inmediata ese 30 de mayo, un miércoles rojo. “Nos destrozaron el alma y echaron sangre sobre un día sagrado. ¿Quién puede olvidarlo eso?”, dice la madre.

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Doña Guillermina no olvida un abrazo y una felicitación de su hijo que ese día ella percibió triste. Francisco Javier esperó que ella saliera del baño para ser el primero en felicitarla. Eran las 6:22 de la mañana del 30 de mayo de 2018. Insiste en su falta de no interpretar el presagio de su corazón de madre de ese día. “Algo sentí, pero fallé, no pude evitarlo”, se lamenta una vez más al hablar con DESPACHO 505.

Su hijo fue asesinado casi diez horas después en la marcha del Día de las Madres. Ella iría a trabajar medio día y él participaría en la manifestación. Acordaron encontrarse en la Rotonda Cristo Rey para volver a casa juntos, pero eso nunca pasó. Le llamó varias veces y duplicó sus intentos al oír lo de las balaceras, pero no hubo respuesta. La bala que recibió Francisco Javier le quitó la vida casi de forma inmediata. “Mire, esto ha sido un daño irreparable, algo que nadie olvida”, acusa la madre.

41 DÍAS DE MUERTES, INSUFICIENTES PARA ORTEGA

El 30 de mayo de 2018, el país amanecía con 76 muertos, según el informe de los días cercanos a esa masacre que había difundido la CIDH. El organismo, tenía apenas dos semanas de haber llegado al país para investigar en el terreno las violaciones a los derechos humanos.

Antes, el 26 de abril y el 11 de mayo, Daniel Ortega le había cerrado las puertas a su petición de ingresar, pero cedió a la tercera por la presión internacional que estaba horrorizada, con lo que él había desatado en menos de dos meses contra quienes se oponían a su permanencia en el poder.

Pero ni la CIDH, ni la comunidad internacional, menos los nicaragüenses, imaginaban lo que el dictador sería capaz de hacer después. Ortega fue de reprimir protestas con grupos de choques a armar fanáticos y organizar comandos que asesinaron en operativos militares simultáneos en todo el país y que llamaron “Operación limpieza”.

Ese 30 de mayo de hace cinco años, tan solo habían pasado 41 días desde el estallido de las protestas de abril y el país estaba en llamas. La gente le exigía al dictador su salida inmediata y él permanecía en su residencia El Carmen, en Managua, como lo hace “un tigre enjaulado”, furibundo, atrapado, pero sin ceder, sostenido solo por las armas, igual que ahora.

Antes de la marcha de ese día, cuatro grandes manifestaciones habían recorrido la capital y se replicaron en todo el país; dos habían ocurrido en abril y dos en mayo, pero ninguna será amargamente recordada como la del 30 de mayo, la quinta marcha, la más dolorosa, la que terminaría en masacre. “Muchos muchachos y nosotros sus madres, creíamos justo ir a marchar, a manifestarse contra un régimen que estaba matando a los jóvenes”, señala Josefa López.

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Pensar así le costaría “la mitad de su vida” a ella y la vida entera a su hijo Jonathan Eduardo Morazán Meza. Cerca de la Universidad de Ingeniería (UNI), Jonathan recibió un balazo en la frente que le disparó un francotirador. Cuando Meza llegó al hospital Vivían Pellas, su hijo aún respiraba, pero estaba inconsciente y los médicos le dieron pocas esperanzas. 48 horas después, no pudo más y murió.

Jonathan cursó el bachillerato en el instituto Manuel Olivares y se graduó de la carrera técnica Administración turística hotelera en 2015. Le fascinaba la tecnología, reparaba celulares como un hobby y aprendió a instalar software. Al momento de su asesinato, estudiaba Diseño gráfico en la Universidad del Valle. “Una parte de mi murió ese día”, dice Gómez que desde entonces, vive un duro exilio.

NÚMEROS CON ALMA

Cálculos sobrios sobre la asistencia a la marcha de aquel 30 de mayo fijan en 4,000 las almas expuestas a las balas del régimen Ortega-Murillo. Los autoconvocados partieron desde la rotonda Jean Paul Gennie y llegarían hasta la Avenida Universitaria, frente a la Universidad Centroamericana (UCA), donde se leería un pronunciamiento en solidaridad con los familiares de víctimas de la represión que habían comenzado a agruparse en la Asociación Madres de Abril (AMA).

Pero los disparos no solo callaron las palabras, las convirtieron en gritos de horror, de angustia, de desesperación y temor a la muerte. Ortega ordenó disparar contra las madres, desde el nuevo Estadio Nacional y pringó de sangre el azul y blanco de las banderas que los manifestantes ondeaban ese día. Ocho jóvenes fueron asesinados en Managua de 19 que hubo en todo el país; siete ocurrieron en Estelí, tres en Chinandega y uno en Masaya.

La última vez de ese día que Sara Amelia López escuchó la voz de su hijo, Cruz Alberto Obregón López fue a las 2:00 de la tarde. La felicitó por su día y le dio a entender que como no estaban juntos no sería un día “tan importante”, como lo fue antes cuando su madre vivía con ellos.

López estaba en Costa Rica. Se había ido para trabajar y que Cruz Alberto y su hermana pudieran estudiar. Al joven, lo mataron paramilitares del régimen a pocos metros del parque de Estelí. Recibió balas en el cuello, el pecho y la espalda tras haberse reunido con varios de sus amigos al finalizar la marcha en su ciudad.

“Hoy es para mí un día de luto”, dice López, quien también ha tenido que mantenerse en el exilio tras unir su voz a las de AMA, para exigir justicia por sus hijos muertos.

CRÍMENES Y CRUELDAD DOCUMENTADA

A la ironía de estas 19 madres, cuyos hijos fueron asesinados por caminar para solidarizarse con otras madres de hijos asesinados se añade otra: el día de la masacre, aquel 30 de mayo, fue el mismo día que el régimen también firmó el acuerdo con el que se conformaba el Grupo Independiente de Expertos Internacionales (GIEI) que al finalizar su investigación lo señaló como responsable de esas muertes y de usar armas de guerra contra civiles desarmados.

A María Elena Zepeda le cuesta contar lo que pasó con su hijo Juan Alejandro Zepeda Ortiz. Ella ha querido olvidar detalles de lo que vivió. “Me desbarata”, señala. Su hijo soñaba con ser médico.

Tenía 18 años cuando una bala le impactó en la cabeza durante la jornada del 30 de mayo, organizada en Chinandega. Supo después que tras el disparo fue llevado en motocicleta al hospital España a donde ella llegó a ver lo que nunca creyó vería en vida: “Estaba ensangrentado, con un disparo en la cabeza y (con marcas) como que antes lo habían arrastrado”, detalla. “Era una buena persona, un buen chavalo”, agrega con profunda tristeza en su tono de voz.

A Juan Alejandro le gustaba jugar béisbol y al finalizar el 2018 se habría bachillerado para ir por su título de médico, como se lo había dicho a la madre. Se unió a las protestas porque creía que los autoconvocados eran jóvenes luchando por un futuro mejor. “Sabía que si me enteraba me iba a oponer, lo hizo en silencio, yo lo oía cantar música de protestas, ya sabía, pero él era joven y uno nunca esperó lo que les hicieron”, se lamenta María Elena.

Ninguna de las 19 madres que perdieron a sus hijos en aquella masacre, ni las que los perdieron antes producto de este levantamiento social cree que sobre esos hechos las últimas letras ya se hayan escrito. “No”, replica Josefa Gómez, “falta justicia y no vamos a detenernos en exigirla”. Sara Amelia opina lo mismo: “No van a quedar impunes, no lo vamos a permitir”, sentencia.

Para estas madres, la lucha es como su llanto. “Uno llora, se calma y sigue”, dice la dirigente de la Asociación Madres de Abril (AMA), doña Francisca Machado, la madre del universitario asesinado en Estelí, Franco Valdivia. “Es lo que ellos esperan, se merecen justicia”, reclama.

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